Capítulo de “Los asesinos”, novela de Germán Gaviria Álvarez
1
Araoz prefirió guardar el último cigarrillo que le quedaba. Iban a ser las diez de la noche. No creía que pudiese resistir las ganas de fumar cuando bajara de la buseta, cuando caminara hacia el edificio en donde vivía. Tenía en el bolsillo las monedas para el pasaje de ahora, una cajetilla de cigarrillos baratos para el día siguiente. Debía pedir prestado dinero que tendría que alargar hasta la próxima paga, que veía lejana. Estaba muerto de hambre, muerto de frío. Se resignó al pensar que se acostaría con el estómago en blanco. Lo que más deseaba era estar en su cama, descansar de una jornada larga que podía irse al carajo, pero eso iba a tener que esperar. Recordó la silla y la mesita asignadas en la oficina, las de un empleado de medio pelo. Recordó a los compañeros con los que poco o nada hablaba, los que ahora mismo hacían el turno de la noche. (Recomendamos: Capítulo de “Adiós, pero conmigo”, la más reciente novela del escritor antioqueño Jun Diego Mejía).
Por las nubes negras supo que caería una granizada. Lo mejor sería irse de allí lo más rápido posible. El viento le hizo hundir los puños entre los bolsillos de la chaqueta abotonada hasta el cuello. Encogido, Araoz maldijo no haberse ido de la oficina cuando en el reloj dieron las ocho y media de la noche. El encargo de última hora debía terminarlo en su casa. Llevaba casi una hora allí, de pie, estaba harto de la espera. Estaba harto de que cada día fuera lo mismo, de sentirse de esa manera. Pensó que habría sido mejor caminar hasta su apartamento como otras veces había hecho, no habría sido ninguna novedad. Mientras más tarde fuera, más improbable sería que pasara una buseta. La mayoría de los negocios había cerrado. En las aceras quedaba media docena de vendedores ambulantes, una pareja de indigentes y una pequeña horda de perros que escarbaban entre bolsas de basura despanzurradas. (Recomendamos: Homenaje a Joan Didion. Capítulo de su novela “Noches azules”).
Iba a irse caminando cuando un vehículo de lujo se orilló, Araoz vio que lo llamaban. Los primeros goterones y pepas de granizo golpearon la cabeza de Araoz cuando se acercó al vehículo agachándose para ver dentro. Se pasó la mano por la cabeza, por la mata de pelo, y observó. Seguro se trataba de una de esas mujeres ricas a las que no les importa hacer que alguien se moje sólo para preguntar alguna dirección, cualquier cosa sin importancia.
¿Lo llevo?, ofreció ella.
La mujer al volante tenía el brazo apoyado en el espaldar del asiento del pasajero y estaba ligeramente inclinada. La calidez de la cabina y lo insólito de la propuesta hicieron que Araoz respirara profundo, un poco desconcertado mientras escudriñaba en el interior, mientras comprobaba que nadie más iba con ella.
¿Nos conocemos?
¿Importa?
Araoz miró hacia la avenida. La buseta que le parecía servir estaba a una cuadra de distancia. Araoz agachó la cabeza, miró el pavimento mugroso sin saber qué contestar. La mujer no era una de esas viejas ricas y solitarias que salen por la noche en busca de macho. Se trataba de una mujer joven, ordinaria, de belleza ordinaria, aspecto ordinario y ropa costosa, pero de mal gusto. Una mantenida que tira la plata de algún comerciante viejo y riquísimo.
¿Quiere que lo lleve a alguna parte o prefiere mojarse?
Uno no se moja en el paradero, dijo Araoz, e hizo ademán de regresar, pero se detuvo. Aunque la buseta en la distancia parecía ser la suya, podía ser una ruta diferente; varias veces se había decepcionado. Se vio caminando durante una hora hacia su apartamento bajo un aguacero intenso, descorazonador. Tampoco tendría otros zapatos para el día siguiente si mojaba los que tenía puestos.
La mujer retiró el brazo del asiento, hizo un gesto inexpresivo y dejó el teléfono celular en su regazo. Araoz observó las rodillas angulosas, las medias negras. Junto a la pierna izquierda, semi oculto en el piso, el bolso como al resguardo de los ladrones.
Araoz abrió la puerta, se acomodó en la silla y respiró a fondo aquel calorcito agradable. Desde hacía demasiado tiempo no subía a un carro de lujo. Casi había olvidado la sensación de bienestar que transmite una cabina grande, compacta, forrada de cuero, de buen gusto. Puso el morralito manos libres en el tapete y cruzó el cinturón de seguridad sobre su pecho. Las manos quedaron sobre sus muslos. Estiró las piernas descansándolas de aquella espera. Si los pies se me calientan, el resto del cuerpo se me calienta, se dijo Araoz.
¿A dónde lo llevo?
Usted conduce; usted escoge la ruta.
La mujer oprimió dos veces la pantalla del teléfono celular, lo puso en el soporte del salpicadero. Miró a Araoz de modo interrogativo. Se concentró en el granizo que arreció abruptamente, en la lluvia que golpeaba el parabrisas y la calle. No pareció darle ninguna importancia a lo que veía.
¿Va a donde lo quiera llevar?
Sí.
¿Así, de buenas a primeras?
¿Por qué no?
Dígame a dónde lo llevo, insistió la mujer. Araoz pen- só en la ronquera de esa voz, en el tono. ¿Debía inquietarse o relajarse? Lo mejor siempre es dejarse llevar por las circunstancias, ir resolviendo sobre la marcha, se dijo, ¿qué tengo que perder?
Voy a donde usted quiera.
¿Sin preguntar siquiera?
Sin preguntar siquiera.
Araoz percibió cierta hostilidad en la mujer, cierto descaro. Ya no le importaba caminar hasta su apartamento, mojarse, confirmar que había tenido un día de mierda. Una semana de mierda, si bien se mira. Sí, carajo, ¿qué estoy haciendo aquí con esta putica?, se dijo a punto de bajarse.
¿Le da lo mismo?
No dije eso. Pero sí, me da lo mismo.
Y lo que hagamos, ¿le da lo mismo?
Depende.
La mujer apretó los labios:
¿En dónde vive?
En la calle Ciento cuarenta y dos con Décima.
Lo esperaba “el potro”, como llamaba Araoz a la incómoda mesa en la que trabajaba. Siempre al final la noche era larga, tediosa, deprimente. Tenía que terminar aquellos encargos, mañana no podía aparecerse con la manos vacías. No, si algo lo caracterizaba era que nunca incumplía sus compromisos, nunca dejaba un trabajo a medias.
¿Le gusta la música?
La granizada aumentaba en la calle, pegaba en las latas acrecentando el ruido en la cabina, mezclándose con música suburbana, el tipo de música que Araoz odiaba. El carro permanecía con el motor encendido, pero el motor no se oía.
No.
¿Quiere que la cambie?
Es su carro, ponga la música que quiera.
La mujer movió la palanca, lanzó el vehículo a la izquierda. De la carrera 15 bajó a la autopista Norte por la calle 85 y aceleró por entre el tráfico. No era la ruta que Araoz esperaba que cogiera. Había escuchado historias de mujeres ricas que merodeaban por la carrera 15 ya avanzada la noche en busca de machos jóvenes que las complacieran, que pedían sexo violento, que incluso pagaban bien. Pero él no era ningún jovencito. Jamás había pensado ganar dinero extra de esa manera. Tampoco estaba muy seguro de a qué se refería la gente cuando hablaba de “sexo violento”, no le interesaba ni quería imaginar nada por el estilo. Debía lucir cansado, su aspecto no era el de hace años. La ropa que llevaba, aunque limpia y decorosa, estaba vieja, gastada, fea. Debía parecer un viejo idiota, pobretón; un fracasado.
En pocos minutos pasaron por la calle 170. La mujer aceleró hacia la salida de Bogotá, donde no estaba lloviendo. Araoz observó de reojo a la mujer. Le gustaban aquellas muñecas finas, el pelo intensamente negro y liso que caía sobre su pecho, su figura menuda, liviana; le gustaban las mujeres livianas. Le recordaba a alguien, pero había visto y tratado con tantas personas a lo largo de su vida que dejó ir la idea.
Qué importaba finalmente, qué importaba quién carajos era. Como tampoco tenía importancia lo que pasara. En todo caso, debía sentirse hagalado de que lo hubiera escogido, a él, entre tantos otros. Araoz no creía en la buena suerte, la “buena suerte” es para los ignorantes, para los canallas; creía en la probabilidades. ¿Cuál es la probabilidad de que una mujer joven, medio bonita, con atractivo, con un carro de lujo, con ropa de lujo, recoja a un hombre con cara de infeliz que podía ser su padre en las actuales circunstancias?
Ninguna.
En la Autopista Norte, los bloques de edificios y casas formaban un conjunto en la ciudad que lentamente quedaba atrás. Los árboles flotaban recortados sobre las aceras. Los Cerros Orientales se extendían a lo lejos en su continuo de grandes masas oscuras. El oscuro mundo de la noche llamaba a la impunidad.
Araoz iba a mencionar algo por la velocidad a la que iban, pero se contuvo. Que la mujer fuera a la velocidad que le diera la gana. Araoz sacó un estuche y guardó las gafas. Se frotó los ojos, se hundió en el asiento casi sin energía, dejándose ir, sin prestar atención a lo poco que se veía por la ventana, sintiéndose cada vez más a gusto en la silla. Los pies empezaron a calentarse.
¿Podría apagar el radio?
La mujer no contestó, lo miró de reojo.
Por aquí también va a caer un aguacero, dijo Araoz.
Sí.
Usted me conoce.
¿Debería? Como por qué o qué, respondió la mujer, frunció el entrecejo. Hundió un poco más el acelerador. Tocó una pantalla en el salpicadero, el radio se apagó.
¿No le da miedo recoger a un ladrón, a un asesino, a un…?
¿Violador?
Sí.
Usted no tiene pinta de ser nada de eso.
Qué pinta tengo.
De artista o algo así.
No soy artista.
Qué hace.
Soy dibujante. Trabajo para una revista.
Cuando dijo estas palabras Araoz consideró lo que significaban. El oficio final de un hombre arruinado que, si bien tuvo días de gloria, ahora hacía dibujitos para una revista que siempre retrasaba los pagos, que nunca reconocía la calidad de su trabajo, en la que jamás tendría un salario que valiera la pena. Araoz pensó en su jefe, aquel antiguo “amigo” que solía ir a su casa a comer y a emborracharse. El que se indignó con él porque durante el incendio −incendio del que Araoz no tuvo la culpa−, se había quemado la colección de fotografías eróticas de 1900 que le había prestado. “Amigo” que le retrasaba el salario cuando le daba la gana. La verdad es que Araoz tampoco tenía mucho talento, no importaban las horas que dedicara a los encargos, el resultado era muy bueno, nunca era de superior calidad, nunca lo había sido. Trabajaba por unas monedas, se aferraba a ellas con patas y manos. Cuando el jefe encontrara a un joven mejor dispuesto, sustituiría a Araoz en un abrir y cerrar de ojos. ¿Y después qué? Esperaba resistir allí un poco más, hasta que se resolvieran sus problemas.
Por eso, un artista.
Los dibujantes no somos artistas.
Ah.
¿Y usted?
Negocios.
Por qué yo.
¿Por qué usted? Me gustan los hombres maduros.
Araoz inspeccionó el rostro de la mujer, de líneas fáciles. Debía tener unos treinta años. Una prepago que le gusta que un desconocido le eche unos buenos polvos, se dijo Araoz. Un capricho que se da mientras el tipo que la mantiene está de viaje o se parte el lomo trabajando.
¿Qué tiene de raro?, agregó ella.
Nada.
Trescientos metros antes del peaje, el carro tomó el retorno, pareció regresar a la ciudad. Enseguida se pasó al carril de la derecha, giró y entró por una carreterita en la que trozos de pavimento formaban huecos grandes de bordes filosos. Al aviso “Guaymaral”, bastante torcido, le faltaban dos vocales, una consonante. La flecha que indicaba el camino había sido emborronada con aerosol. El carro entró en una vereda avejentada que conducía a las mansiones del sector. Pero el vehículo no traspasó ningún muro que rodeara alguna casa quinta ni entró en ningún estacionamiento disimulado, como esperaba Araoz. La mujer detuvo el vehículo donde el camino terminaba. Los faros iluminaron los matorrales llenos de polvo. El potrero abandonado se perdía en la negrura de pequeños arbustos y pasto alto dando la sensación de maraña compacta.
A media distancia, Araoz divisó la bombilla en la entrada de una casita. La luz era amarilla, desvaída. La casita debía ser de un piso, en ladrillo y con tejas de Eternit, infestada de media docena de perros sarnosos. Eran los que alborotaban. Araoz observó con indiferencia lo desapacible del campo ante sus ojos. No le importaba que los dueños de las mansiones de los alrededores poco a poco devoraran aquellos terrenos ni que año tras año fueran desplazando a los dueños orignales, campesinos miserables que trabajaban en aquellas casonas por nada. En cierto sentido, él mismo lo había hecho en otro tiempo, nunca había sentido remordimiento de ello.
La mujer apagó el motor. Deslizó las puntas de las uñas desde las rodillas hacia la ingle de Araoz. Se inclinó hacia él buscando su mirada; con la otra mano acarició el rostro, la barba crecida de Araoz.
* Se publica con autorización de Planeta Grupo Editorial.
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